Los maestros siempre exigieron de los alumnos disciplina. En otros tiempos o en otras culturas, esto venía a ser algo natural que se asumía desde el principio.
La disciplina es la puerta que abre en la conducta del ser el camino hacia la mejoría de la condición actual.
No se puede ser más de lo que se es sin ir más lejos de las propias limitaciones. Éstas, como grandes anclas, nos sujetan en los aspectos débiles de nuestra personalidad. Las decisiones basadas en la pereza o en la búsqueda de comodidad y confort nos vuelven débiles y vulnerables. Una persona que lo tiene todo, todos los bienes que necesita y más, no puede disfrutarlos sin disciplina. Por el contrario, éstos abrirán las puertas hacia una decadencia sin fin, donde al final del trayecto se perderán incluso las capacidades de disfrute.
Una persona disciplinada puede disfrutar con muy poco. En la dureza de su entrenamiento está cultivando la capacidad de alegrarse con pequeños triunfos, placeres sutiles y una larga vida de plena capacidad para ejercer su voluntad. La voluntad y la disciplina está íntimamente relacionadas, porque en definitiva, ser disciplinado es poder acatar la voluntad. La voluntad de un maestro que quiere ayudarnos a cultivar nuestro ser o nuestra propia voluntad, que quiere cosas buenas para nosotros mismos y nuestro entorno.
La voluntad se basa en propósitos y es indispensable recordarlos y tenerlos claros. Tomarse un tiempo para hacer una declaración de propósitos así como conocer los propósitos de la disciplina en la que queremos perfeccionarnos. Esto requiere en la mayoría de los casos que estudiemos las raíces y procedencias propias, personales, o de la materia a la que vamos a aplicarnos. Y puede ser pasado por alto como cosa menor, pero si no se estudian estas cuestiones, se corren varios peligros:
Perdernos el profundo propósito de las cosas y quedarnos en resultados superficiales.
Hacer las cosas con un propósito equivocado.
Abandonar antes de cumplir el propósito.
Esforzarnos de manera incorrecta en aspectos incorrectos.
En este sentido, podemos decir que la práctica y la disciplina se convierten en un despropósito.

Cuando hay un estudio serio y cabal de los objetivos que uno se propone, la motivación será plena. Los obstáculos serán superados con alegría e iremos sin dudas o vacilaciones hacia nuestros objetivos, viéndolos cumplidos ampliamente. En el camino ganaremos la capacidad de poder cumplir con más propósitos y objetivos, saldremos fortalecidos en nuestra voluntad y en nuestra disciplina.
Por el contrario, si sucumbimos a la pereza o a la desidia, nuestra psiquis se verá ampliamente marcada y la confianza en nosotros mismos, en nuestras capacidades y nuestra voluntad, quedará en entredicho. Estas dudas serán una barrera para futuros desafíos o necesidades que se nos presenten. Estas derrotas amargarán nuestra existencia de manera silenciosa pero a la vez omnipresente en cada uno de nuestros actos.
Por eso, el guerrero espiritual se empeña en disciplinarse, en hacer de su voluntad una ley, un hecho. Al principio apoyado por la capacidad que le transfiere su maestro al exigirle disciplina. Luego al cumplir las exigencias de su propio Ser, que como maestro interno, busca la felicidad y la realización plena en la vida.
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